Durante décadas, nuestra economía estuvo semicerrada a las inversiones y productos extranjeros. Los mexicanos fuimos obligados a consumir productos caros de inferior calidad que los que podían obtenerse en Estados Unidos, Canadá, Europa o Japón pero, eso sí, muy mal hechos en México.
Desde mediados de la década de los sesentas los protegidos empresarios del país y sus protectores, los políticos, empezaron a debatir sobre los pros y contras de abrir la cerrada y proteccionista economía mexicano a las inversiones y productos extranjeros. Cuando, por fin, México firmó su adhesión al Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT por sus siglas en inglés) el 25 de julio de 1986, otros 91 países se le habían adelantado en ingresar a la organización que en 1995 se transformó en la Organización Mundial del Comercio (OMC o WTO por sus siglas en inglés).
Durante los años del proteccionismo el país se llenó de empresarios que no sabían como competir en calidad y precio contra sus colegas que realizaban sus negocios en economías más abiertas y competitivas. Por eso la entrada de México al GATT, primero, y a la zona económica que creó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), después, significó la quiebra de cientos de empresas y la virtual desaparición de diversos sectores agropecuarios, industriales y de servicios.
Insertar a México en la economía global fue un proceso complicado que tal vez hubiera sido menos difícil si nuestros gobernantes hubieran actuado con más decisión, pensando en los intereses de todo el país y no solo los de un grupo de empresarios que gozaban de la protección de las leyes de la época.
Durante casi 20 años se debatió sobre la conveniencia de abrir la economía nacional a sabiendas de que eso era lo que finalmente debía hacerse. Postergar la apertura no le convino al país.
Lo mismo ocurrió en el caso del sector energético. Décadas de debate para finalmente aceptar lo inevitable: que una industria como la petrolera o eléctrica requiere de inversiones colosales para desarrollarse, de recursos que no tienen los gobiernos o los empresarios locales. En lo que a estas dos industrias se refiere, México también llegó tarde a la fiesta y ahora debe competir contra muchos otros países que hace años se abrieron a la inversión extranjera, pública o privada.
Y ahora, nuestros dirigentes políticos han decidido debatir un nuevo asunto: el del consumo de la mariguana. Ayer empezó en la Cámara de Diputados el debate organizado por el Congreso de la Unión y hoy arranca e, Cancún, Quintana Roo, el que convocó el gobierno federal a través de la Secretaría de Gobernación.
¿Qué podrá decirse en estos debates que no se haya dicho una y otra vez en diversos foros en México y alrededor del mundo? Creo que nada en lo absoluto. El hecho es que todos estamos de alguna manera u otra involucrados en la absurda guerra que Felipe Calderón le declaró al narcotráfico con el solo fin de hacerse popular. Para empezar, decenas de miles de millones de pesos de nuestros impuestos se han despilfarrado en este inútil y fallido combate. Para terminar, la ley de la oferta y la demanda señala que mientras haya quien esté dispuesto a consumir mariguana o cualquier otra droga, pagando lo que le pida por ella, habrá quien esté dispuesto a hacérsela llegar al lugar en donde se encuentra y a corromper a la autoridad que se le ponga enfrente con tal de satisfacer las necesidades de sus clientes.
Hay países que al despenalizar el consumo de la mariguana ya dieron el primer paso en lo que es la verdadera lucha contra el narcotráfico. Falta ahora que despenalicen y regulen el consumo de muchas otras drogas.
Mucho me temo que lo que pretenden el gobierno federal y el poder legislativo es aprobar el uso medicinal de la mariguana, lo que no resolverá el verdadero problema, que es el alto y creciente volumen de consumo recreativo o lúdico.
Por lo anterior, el debate que esta semana inicia es un inútil.
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